Nadé hasta un banco de arena, la marea no estaba tan fuerte. Era consciente del peligro; ya había leído el letrero al entrar: “olas asesinas”. Hasta había leído cuidadosamente las instrucciones sobre qué hacer en caso de ser presa de una corriente. Después supe que ese letrero había sido colocado ahí por la familia de una persona que había muerto en esas aguas.
Nadé desafiando la advertencia, quizás un poco incrédulo sobre el peligro.
Acá una breve explicación. Las corrientes en las playas se generan por la topografía del lecho marino que forman las olas en su vaivén. En un punto, por lo general a una distancia intermedia de la playa se forma una duna de arena en el fondo, lo que se conoce comúnmente como banco de arena. Los bancos de arena atrapan el agua formando una piscina y las olas llenan esa piscina. Cuando se acumula el agua suficiente, la duna de arena en el fondo del mar cede y se genera la corriente. Similar a cuando uno llena una pila con agua y luego quita el tapón del desagüe. Existen playas que poseen un tipo de topografía marina en la que el desagüe no tiene tapón, lo que genera una corriente permanente y un canal relativamente profundo en la superficie de arena de esa zona.
La playa Wizard, en Bocas del Toro es un ejemplo de esta segunda variante.
Llegamos hasta un banco de arena. Brian había salido hasta ahí en busca de olas más grandes. Yo, con la intención de nadar y acompañarlo. Una vez en el banco de arena, donde el agua me podía llegar al cuello, decidí regresar. Hasta ese momento estaba tranquilo.
Emprendí el nado en una línea diagonal por mi lado izquierdo. Mientras nadaba observaba cómo el mar se hacía más y más profundo, detalle que no recordaba al entrar. Ahí sentí el primer mordisco.
Recordé que había estado toda la mañana “esnorqueleando” y que había hecho bastante esfuerzo, sobretodo en las piernas, por las patas de rana.
Tomé consciencia de mi agotamiento en pleno mar profundo.
Seguí nadando, pero sentía que no progresaba. Segundo mordisco, esta vez en la pantorrilla. Pensé que no era un buen momento para sentir miedo, que no podía dejarme sentir miedo ahí, justamente ahí, donde las olas reventaban y estaba tan azul el agua. Seguí mi camino, pero el instinto de muerte me invadía las venas. Podía probar su óxido en el paladar. Avancé cinco brazadas más y ya era su presa.
Durante estos instantes, que podrían haber sido no más de tres minutos desde nuestra partida de arena firme, Brian nadaba como a tres cuerpos de mí. Él parecía esforzarse, pero no había sido poseído por el instinto de muerte. Le dije, como pude, que buscara ayuda.
Noté que había un muchacho en su tabla de surf a unos diez metros de dónde me encontraba. Pensé que era mi única esperanza de sobrevivir, y nadé hacia él. Le pedí ayuda, pero él parecía ignorarme intencionalmente. Le hablaba en español, pero parecía no enterarse de que me encontraba en problemas. Le hablé en inglés, y esta vez sí reaccionó. Le decía “can you please help me?” Le expliqué que estaba cansado y que no creía poder regresar a la playa sin ayuda. Él, muy preocupado se acercó y me dijo que podía sostenerme a flote con su tabla de surf. Se veía nervioso. Inmediatamente caí en cuenta de que no era un surfeador muy experimentado. Yo estaba asustado, pero pensé que si no lograba mantenerme calmado, nos pondría en riesgo a ambos.
Estuvimos flotando un rato en la tabla, haciendo intentos tímidos de salir. Las olas reventaban. En un momento, él me dijo que intentara salir en su tabla, que él podía salir solo. Me dijo que era bugueador. Yo intentaba hablar en tono ecuánime, sin evidenciar mi miedo.
Una vez montado en la tabla, hice el primer intento de salir en una ola, pero mi rescatista amateur tenía el “leash” puesto todavía, por lo que salí volando de la tabla y le pegué tremendo jalón por los pies. Nos reagrupamos y él decidió soltarse el leash. Yo le decía que no se alejara, que ambos debíamos permanecer juntos cerca de la tabla.
Para este momento, ya había gente en la playa que entendía que estábamos en problemas. Carlos, surfeador con experiencia y entrenado en rescate, pidió una tabla prestada y se metió a sacarnos.
Cuando lo vi venir, sentí un gran alivio, pero era consciente de que no estaba a salvo aun.
Carlos llegó en su tabla y le expliqué como pude nuestra situación. Primero intentó remolcarme agarrado al “leash” de su tabla, pero el esfuerzo fracasó. Entonces optó por darme pequeños impulsos desde la parte posterior de mi tabla. Yo en ese momento, a pesar de que entendía que lo peor había pasado, aun estaba entumecido por el miedo. Me costaba remar en la tabla. También me preocupaba el amigo que de buena gana me había ayudado. Me aterraba pensar que él no pudiera salir; no podría perdonarme que le sucediera algo por mi culpa.
Después de lo que pareció un largo rato de batallar con las olas, todos alcanzamos la zona segura de la playa. Yo casi no podía caminar, sentía las piernas débiles, unas ganas profundas de llorar y revoltijo de alegría y vergüenza indefinible. Le decía con inevitable emoción a mi amigo rescatista inicial que podía estar seguro de ese día había salvado una vida humana.
Se llamaba Nick. Era de la Florida, tenía 18 años y estaba en Bocas de paseo. Decía ser surfeador asiduo y haber experimentado situaciones similares, pero su historia no resultaba creíble.
Nunca noté miedo en él; probablemente porque todo el miedo de la región era monopolio mío. Tal vez nunca tuvo noción del peligro que corrimos. Sin duda jamás podrá imaginarse la gratitud que siento por él.
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