¿Alguna vez han pensado y sentido que son
incapaces de hacer algo o dejar de hacer algo? ¿Han experimentado esa sensación
de impotencia, esa frustración? Tal vez sí, tal vez no. Si nunca han tenido esa
experiencia, me alegra por ustedes. No se las deseo. Si la han tenido, entonces
saben muy bien de lo que les hablaré. Desde el principio les cuento que este
cuento no es un cuento con final feliz. Tampoco tiene una moraleja. Y no va a
servir para calmar ni la ansiedad que puedan sentir ustedes ni la mía.
Posiblemente sea una historia inútil, algo que no les servirá para nada ni a
ustedes ni a mí. Pero es una historia, un cuento, que exige ser dicho, que
exige ser contado.
Retomando
la pregunta inicial, si son de aquellas que saben qué se siente ser impotente,
qué se siente no ser capaz de hacer algo o dejar de hacer algo, si han
experimentado esa frustración, sabrán que “eso” que causa esa impotencia y esa
frustración es una herida abierta. Más aún, es una herida infeccionada que
supura toda una suerte de líquidos malolientes, una gangrena o una especie de
lepra. Es una herida, una infección que se esconde, de la que uno se
avergüenza. Es una de esas cosas feas que no se anda mostrando por ahí, a menos
de que uno esté demasiado satisfecho con ese goce. Y siempre se trata de un
goce, aunque uno no ande mostrando la herida por ahí.
¿Y eso qué? ¿Y qué con eso? Nada. No tiene
sentido. Ese sufrimiento no tiene sentido. No tiene explicación. No tiene un
botón que lo desactiva. Tampoco uno que lo haga volar en mil pedazos. Peor aún,
que uno hable de “eso”, que lo tenga más o menos determinado o identificado,
que pueda mirarlo, que pueda mirar como otros lo miran, no lo cambia mucho. Más
bien, puede que lo haga más fuerte. Puede que le dé alimento, que lo haga un
monstruo enorme. Y si es un monstruo, algo muestra. ¿Uno lo ve o no lo ve? ¿Qué
muestra “eso”?
No sé. ¿Será que uno encuentra respuestas o que
se cansa de buscarlas? Iba a decir “lo cierto”, pero no hay nada “cierto”. No
hay certeza. Después de mucho tiempo de buscar respuestas, solo se encuentran
otras preguntas y una nebulosa. Una maraña de maleza, un bosque denso, poblado
de lianas que obstruyen el paso, como una telaraña verde.
¿Quiénes somos? ¿Hacia dónde vamos? ¿De qué
sirve todo esto que hacemos? Esas son preguntas que no tienen respuesta. Al fin
y al cabo se trata del fin, del fin como objetivo o propósito y también del fin
como final, como muerte. No delfín como pez. ¿Qué propósito tenemos en este
planeta? Uno se responde desde su narcicismo, desde su ansiedad o desde ambas.
Yo quiero cambiar el mundo, yo quiero ser Jesús. Yo quiero redimir al mundo de
las injusticias, de las violencias, del hambre, del sufrimiento, de tantas
cosas que andan mal. ¿Y si el mundo no se deja? Yo quiero ser un gran doctor,
un gran político, un gran astronauta. Yo quiero ser reconocido, que me digan
Señor Don Tal, Doctor Mas Cual. Se trata de tener las respuestas, de saber. Yo
que sí sé. Yo sé. Tengo el saber y la certeza en mis manos. Y un título que lo
respalda. Un título que lo acredita. Un título que lo autoriza, en el sentido de
que le da permiso. Con permiso. El permiso para. El permiso se la pone dura. Y
tiene respaldo, acreditación, autorización, permiso para metérsela a quien se
deje o a quién no se defienda.
Llegados a este punto se ha perdido el sentido.
Ya no se siente. Es un adormecimiento. Esta uno perdido entre tanta mierda,
entre tanta oscuridad, entre tanto ruido. Tiene el corazón en una esponja, la
frente con arrugas, los ojos y los pies cansados. Tiene un nudo de lágrimas en
medio del pecho y una sensación de vacío en la base de la espalda, en el
cerebro. Se maravilla de los anaranjados poró y de los rosados robles. Siente
el calor de la madera en su cuarto en la tarde al llegar. Agradece la cercanía
del abrazo, de la caricia. Reciente la dificultad en la cama. Y todo en cámara
lenta camino a la muerte. Una cámara lenta muy rápida, como un destello de luz
del nacimiento a la muerte.
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